CAPÍTULO 6º La radio
Por esas fechas, compramos una radio, antes de tenerla teníamos que
escucharla en casa de algún vecino, que eran muy pocos los que la
tenían. Aquello fue como una fiesta, lo oíamos todo y esperábamos que
saliera alguien cantando, el que más nos gustaba oír era a Antonio
Molina.
Mi vecino, “el Castoro”, que también se subió uno a los pocos días, bajó para devolverlo porque decía que en el suyo no salía cantando, pero lo convencieron y le dijeron que no se desesperara que ya saldría, y un día que cantó y él no estaba, la mujer lo apagó corriendo para ponérselo cuando llegara. Creo que la felicidad era fruto de la ignorancia. Allí donde hubiera una radio, era donde se concentraba toda la gente, unos cosían suelas, otros hacían jarcia de esparto, las mujeres hacían soga o desgranaban una espuerta de panizo.
Los domingos, los zagales, nos
juntábamos en cualquier casa y lo principal era que hubiera música.
Conseguimos comprar un tocadiscos de uno que había venido de Barcelona y
aquello era una fiesta. Se venían las muchachas, comprábamos una bebida
que le llamaban “zarzaparrilla” y echábamos en una botella un poco de
esto y el resto de la botella de agua. Al final lo único que cambiaba en
la botella era el color, pero nosotros, todos tan chulos, cada uno con
nuestro vaso en la mano, sacábamos a bailar a las muchachas, pero no
todas las veces lo aceptaban. Cuando empezabas a bailar, ellas apenas te
cogían y te ponían los codos en el medio y más que otra cosa lo que te
iban haciendo era daño. Nosotros apenas llegábamos con los dedos y si
ponías música lenta, casi no querían bailar.
Otra de las cosas que había afición era hacer comedias. Cada uno
se encargaba de hacer un número según la habilidad o lo más espontáneo
que se te ocurriera en ese momento. Se ponía una sábana que servía de
telón y otra más al fondo que servía para cambiarse y prepararse para
salir. En la cara siempre eran tiznajos, bueno, las muchachas como eran
un poco más presumías, había alguna barra de labios. Al principio lo
hacíamos para pasarlo bien nosotros, pero más tarde pensamos que se
podía hacer en un sitio más grande y hacer entradas para sacarnos algún
dinero. Así lo hicimos de momento, como novedad. Tuvimos bastante éxito,
pero como casi siempre hacíamos lo mismo, aquello empezó a tener menos
interés, entonces como única renovación, se nos ocurrió que las
muchachas salieran con la falda más corta y aquello volvió a coger la
misma fuerza, pero enseguida empezaron los problemas cuando sus madres
se enteraron y así alguno pilló algún coscorrón, terminando nuestra
época de artistas.
CAPÍTULO 7º La luz eléctrica y aprendizaje Arriba
Poco tiempo antes se había construido una fábrica de
corriente eléctrica y el pueblo dudaba si eso sería posible que
funcionara, unos apostaban porque podía ser y otros que era imposible,
de ahí que cuando aquello funcionó la fábrica se llamó “La posible”. Por
el centro del pueblo donde primero se hicieron las instalaciones y
después fue llegando por los barrios, En las cuevas, ponían a la entrada
una cajilla pequeña negra que le decían un “limita” y solamente te
ponían un punto de luz. Nosotros le dijimos que pusieran la bombilla
entre el portal y la cocina, ya que nos pareció el sitio donde más se
podía aprovechar, pero aquello apenas alumbraba y no se quien nos dijo
que poniendo una bombilla de más voltaje alumbraba más y así lo hicimos.
Al oscurecer, mi madre decía que pusiéramos la pera gorda y aquello
cambiaba.
Por los barrios también pusieron un alumbrado público y una de las cosas que se cogieron por costumbre era dejarte ir a dar una vuelta, pero te advertían que a las luces encendidas tenías que estar de vuelta.
Una de las cosas que a
mí me causaba respeto, era la gente mayor, aunque no tuviera mucha edad,
pero los hombres con aquellos pantalones de pana que al andar zurrían,
los chalecos que llevaban y la camisa con todos los botones abrochados,
todos con gorra o boina y los colores con tono más bien oscuro. Las
mujeres con muchos refajos y casi todas con pañuelos en la cabeza y como
era normal que alguien en la familia falleciera se guardaba un luto muy
riguroso bastante tiempo.
El remendar estaba al orden del día y muchas veces los remiendos
de los pantalones podían tener más superficie que lo que quedaba por
romperse, pero era una obra de arte zurcir aquellas prendas a pesar que
no había más remedio que hacerlo porque tenías esos y otros en la
tienda. Por las noches íbamos a la escuela del “maestrillo” era un
hombre que vino al pueblo por ese tiempo, pero el remanecía de un anejo
yendo para Castril, que se llamaba Duda, y ese hombre nos enseñaba todo
cuanto sabía.
Todavía existía el peso por arrobas, libras y cuartas. Hacía
dictados, leíamos uno por uno en voz alta y hacíamos problemas. El
ejemplo que planteaba en el problema era de granjas. Uno de los
problemas que nos ponía era: “si en una granja hay ocho mil quinientas
treinta y cinco gallinas que ponen todos los días siete mil setecientos
cuarenta y ocho huevos, y cada docena la vende a seis pesetas con
cincuenta céntimos, pero cada día se come setenta y cuatro kilos de
cebada y cada kilo le cuesta a tres pesetas con veinte céntimos. ¿qué
beneficios obtiene cada día? ¿y cada semana?. Mientras resolvíamos el
problema, nos intrigaba la idea de quien podía tener tantas gallinas si
nosotros no habíamos visto juntas más de media docena, que podíamos
tener en el corral. Pero éste hombre se ingenió para enseñarnos todo lo
que él había aprendido. Al final de mes cada uno le pagábamos como
podíamos, unos le pagaban los diez o doce duros que valía en metálico y
otros con una cesta de papas, habichuelas, trigo y algunos sólo podían
decir que a otro mes le pagarían.
Otra de las cosas que quería que llegara era el día de hacer la
primera comunión.
Antes ya te habían enseñado a realizar algunas cosas y a poner cara de
bueno y que no dijeras palabrotas, porque si no entonces no te quería el
niño Jesús y que irías al infierno y Pedro botella te metía en una
caldera de agua hirviendo y el demonio te haría perrería. Lo bueno de
todo esto era que todo el mundo te hacía un regalo y te daba un par de
pesetas, además ese día en tu casa, por lo menos había un guisado de
arroz. Después, los domingos, te ponían ese trajecillo y como se iba a
quedar pequeño, pues te lo ponías todos los días, hasta que se rompiera.
En éste tiempo se valoraba mucho que la gente tuviera lustre. La mujer
ideal era que estuviera blanca y un poco rellena, era para los hombres
lo que más le llamaba la atención. Esto se acentuaba más en la gente que
venía de fuera y nos interesaba mucho que nos contara cosas, algunas
podían ser mentira, pero nos quedábamos con la boca abierta, cuando nos
decían todo lo que había en “altividabo” o una foto que se habían hecho
en el puerto o una postal en la plaza de Cataluña , pero había
diferencia del que venía con la gente de aquí y además con algunas
chaquetas de aquellas terlanka, se cortaban el pelo a navaja y se
echaban laca, y los que estábamos aquí dábamos un aspecto de más
cascarañeado y lo más que te echabas en el pelo era un poco de
brillantina.
Las mujeres, sobre todo
las mayores, cuando se calentaban en la lumbre se ponían cerca y le
salían en las piernas cabrillas y daban la sensación de ser más mayores
todavía, pero los maridos no reparaban en esas cosas, pienso que las
verían bien. A los zagales nos estaban haciendo bromas, pero algunas no
tenían mucha gracia, te cogían la cabeza con las dos manos a la altura
de las orejas y te decían que si querías ver a
Dios comer gachas, entonces nos empezaban a restregar las manos que las
tenían encallecidas y cuando te soltaban no sólo veías a Dios, sino que
veías al Espíritu Santo.
Yo quería mucho a mis abuelos, por parte materna, les decía padre José
y madre Antonia. Vivían en el barrio del remendado en una
cueva que él como albañil tenía muy bien arreglada. Además
le gustaba hacer molduras, cornisas, florones y muchos detalles. En una
habitación tenía muchos de sus habilidades. No sabía leer ni escribir,
sin embargo hizo muchas cosas grandes y bonitas que hay en el pueblo. A
mí me gustaba mucho estar alrededor de el , se aprendía mucho de éste
hombre y no tenía pereza para nada, si hacía frío, el nunca tenía y si
hacía calos, tampoco tenía. Yo le amasaba el yeso y no me dejaba ni
parpadear y como se lo diera duro ya tenía la bronca encima.
Un día estaba trabajando en el tejado y le di una pella de yeso que ya
no iba en muy buenas condiciones y al mismo cogerla, me dio con ella en
todo el cocote y fui rulando hasta el filo del alero del tejado, un
metro más y caigo abajo. El cogió un susto de muerte y no sabía como
disculparse y todo quedó en un susto. El único problema fue, que el yeso
se me quedó en el pelo y cuando se puso duro, no había manera de
quitármelo. El final fue tener que pelarme al cero. En su casa, yo
siempre le ayudaba a lo que estuviera haciendo, nos llevábamos una
espuerta de panochas al fuego y allí lo desgranábamos. Para escandilar
la lumbre tenía una caña de un metro y medio que había perforado por el
interior y soplaba a través de ella y no se tenía que agachar. La abuela
me preguntaba ¿quieres tomate y pan? Y luego era pan y magra. Sin
embargo si me preguntaba si quería pan y magra, era tomate.
Este matrimonio tuvo trece hijos y solo le vivieron siete. Por ese
tiempo algunos
se fueron a Bilbao y siempre estaban esperando carta de ellos. Una de
las hijas se fue a la Argentina, recibían las cartas con mucha alegría
pero al mismo tiempo con tristeza, porque una familia tan grande se esta
esparciendo. Los que se fueron a Bilbao, le mandaron una radio, y a mi
abuelo le gustaba mucho escuchar las noticias, pero bueno, él le decía
el parte y tenía bastante conocimiento de lo que estaba pasando, pero a
mí, me gustaba darle a los botones de una punta a la otra, cabreándose
él.
Me contaba muchas anécdotas, decía que una vez trabajando en un
cortijo, teniendo todos los críos pequeños y la cosa estaba muy mal,
había una banda de pavos en la puerta del cortijo, todos haciendo rosca
y los albañiles nada más que los miraban y no se les ocurrió otra cosa
que cuando no estaba el dueño, le abrieron el pico a uno, que les
pareció el más grande y le echaron una lechá de yeso. El pavo empezó a
dar saltos y cuando se endureció dentro del animal, a los cinco minutos
estaba tendido en el suelo. Cuando la dueña se apercibió de que el pavo
estaba muerto, con mucha preocupación decía “pero si estaba bien hace un
rato, que le habrá pasado” a lo que los albañiles le contestaban “hay
que ver, no somos nada” y diciendo ella “ya lo tiraré” y ellos dijeron
“no se preocupe usted, nosotros al irnos, lo tiramos”. Esta fue la forma
de comer pavo, en pocas ocasiones lo hacían.
Otro día bajaban por el
carril y cuando faltaba para llegar al horno del tío Poli, había una
mujer cargando en una burra unas agüeras de panes recién salidos del
horno. Ellos se miraron el uno al otro, estaban pensando lo mismo.
Cuando la mujer se entró a por más, ellos metieron un pan en la amasaera
y aliviaron el paso y se hartaron de pan. Lo que si se perdieron fue la
discusión que esta mujer tuvo con el tío Poli al faltarle el pan. Más
tarde, se enteraron que contaron más de cincuenta veces, podían haber
estado todo el día, que por mucho que los contaran le faltaba uno.
Por parte paterna, sólo conocí a mi abuela Adolfina, mi abuelo Felipe
había muerto cinco años antes de que naciera yo. Ella vivía en el cerro
de la Virgen, yo iba muchos días y me estaba un rato con ella, siempre
me daba algo. Tenía en unas cestas pequeñas higos secos, pasas,
garbanzos torraos o rosquillos y me daba un poco de cada cosa. Por la
noche se iba a dormir una de las nietas mayores, entre ellas, mi
hermana. Una de las cosas que me gustaba ver, era una virgencilla que
llevaban en una urna que iba pasando por las casas y la tenían
veinticuatro horas en cada una de ellas y le ponían unas mariposas
encendidas, recibiéndola con mucha alegría. Éste matrimonio tuvo catorce
hijos y le sobrevivieron ocho. La mayoría también fueron hijos de la
emigración, casi todos fueron a parar a Barcelona y ella se debatía
entre el recuerdo y el que más cerca tenía. Era de una estatura
más bien pequeña, pero a mí me impresionaba mucho, porque toda la ropa
que vestía era negra. También llevaba un pañuelo en la cabeza y se le
veía muy poco de la cara. Se ponía un segundo mandil cuando iba a los
mandaos, y cuando pasaba por la puerta de la escuela y estábamos en el
recreo, nos llamaba y nos daba un beso. Después empezaba a registrar el
mandil y al final sacaba dos reales para cada uno. Con ellos íbamos al
salir de la escuela a la tienda de Marcelo y nos daba dos caramelos
bastante grandes y además en la envoltura llevaba un globo, pero nada
más que empezaba a inflarlo, explotaba. Cuando ella murió, nos tocó de
herencia una parte de la cueva, tres sillas grandes, dos chicas, una
mecedora y un baúl. Siempre me quedó un buen recuerdo de ella.
Mi vecino, el tío Pelele, era una persona bastante graciosa y
desenfrenada, su trabajo consistía en hacer mandaos o recaos a Huéscar,
un pueblo cercano. Iba con una bicicleta que llevaba dos portaequipajes,
uno en la parte de delante del manillar y otro atrás. Fue cuando la
radio estaba en todo su apogeo y pusieron una emisora en Huéscar y él se
encargaba de llevar los discos que la gente solicitaba y todos los días,
a las tres y media de la tarde estábamos pendientes para oír a quien se
lo dedicaban. La locutora lo hacia con mucho agrado y hacía una frase
que se repetía mucho “para la chica más simpática del cortijo de las
cucharas, le dedican la canción que lleva por título, el puñal de tus
mentiras, que sea feliz en su cumpleaños, se lo desea quien ella sabe”.
Otra de sus actividades era esperar la llegada del correo y repartía
alguno de los paquetes que traía. Un día le preguntó una mujer que había
estado un poco tiempo fuera del pueblo y vino hablando muy fino: “Señor
Daniel, ¿ha venido el corredo? Y le contestó “nodo”. Tenía una respuesta
muy rápida. El no echaba por la derecha, como se utilizaba el sentido
del humor, pues no se lo tomaban a cuenta, porque eran tiempos que había
que medir lo que se decía. Cuando lo veía subir por el barrio, yo bajaba
y le empujaba a la bicicleta y siempre me traía algo.
Cuatro cuevas más arriba de la que vivíamos nosotros, vivía un hombre
que estaba viudo, que se llamaba Álvaro Carayol, éste hombre tocaba el
violín y lo hacía bastante bien. Se salía al puntal y cuando empezaba a
tocar acudía todo el barrio. Era muy generoso y lo poco que tenía lo
compartía. Lo acompañaba con un acordeón otro, le decían “el
Albariquillo”, aquello era una fiesta. Más tarde, la “María la tonta”
que estaba sirviendo en el pueblo, en una casa que la mujer no estaba
muy bien, le decían la loca, pues la María dado a que la mujer no estaba
muy lúcida y no guardaba bien las cosas, dio con un “nío” de billetes y
la miseria desapareció por un tiempo. Lo primero que compró fue una
guitarra y formaban un trío que tenía poco que envidiar al resto del
pueblo. Los domingos todos los zagales pasábamos por su casa y a todos
nos daba algo. La hermana de la María le decían “la Conejo”. Era una
mujer muy alegre y bastante guapa, tenía muchos pretendientes. Un día se
fue con uno que vendía por los “mercaos”, vino a los ocho días y ella
decía que no le había hecho nada, pero entre las mujeres comentaban y se
preguntaba “pero como iba a estar durmiendo con él y no se iba a hacer
nada” y yo pensaba “pues si ha estado durmiendo, que le iba a hacer”,
pero las mujeres no salían de su asombro, entonces aquello no estaba
bien visto.
Era raro el día que no subía al cerro, desde lo alto se divisaba todo y nos subíamos a jugar, entonces se vino a vivir una familia que remanecía del levante a una cueva que hay en todo lo alto. Al hombre le decía el “tío Colaboró” y a la mujer “la Paquera”. El se ponía una boina vuelta del revés y muy "encasquetá" y la mujer llevaba unas gafas atadas con una cinta por detrás y calzaba con unas albarcas. Además la mujer era muy fea, y nosotros no teníamos nada, pero ellos aún tenían menos. Allí estuvieron viviendo seis o siete años. Después se fueron, no sé donde, y nunca más se han visto por aquí.
La pobreza reina en el barrio, hasta el punto de hacer tres o cuatro vecinas un poco de caldo, metían un hueso cada una un rato en la olla para que el caldo se apercibiera de un poco de sabor. Al hueso le decían “el gustillo” y se lo dejaba una a la otra. Pienso que la última vez soltaría poco gusto.